18 de marzo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Un relato inédito de Silverio Lanza 
	
	“Silverio Lanza” es el seudónimo adoptado por el novelista y ensayista madrileño Juan Bautista Amorós y Vázquez de Figueroa.
    Lanza nació en la calle Hortaleza un 5 de noviembre de 1856; murió el 30 de abril de 1912, a las diez de la mañana, en la calle de Olivares, de Getafe, tras haber redactado su propio epitafio:
   ─ Aquí yace Silverio Lanza./ Murió de un beso./ R. I. P.
   “El más anarquista de todos los escritores españoles contemporáneos”, como lo calificó Pío Baroja, produjo en el novelista guipuzcoano el asombro y la admiración que no le habían deparado sus charlas con grandes hombres como Eliseo Reclús, Pi y Margall, Salmerón, Juan Valera, Galdós, Benavente,….
    ─ Su cerebro es un hervidero de ideas y de paradojas, un bullir continuo de proyectos, razonados unos, ilógicos otros, de planes políticos, sociales, mercantiles de toda clase.
   Idéntica consideración mereció Silverio Lanza a escritores de la talla de Azorín ─ quien vio en “Santos Álvarez, Ganivet, Silverio Lanza… las figuras más interesantes de nuestra literatura”─, o de Ramón Gómez de la Serna, encargado de sacar a la luz su obra póstuma, y para quien Silverio “decía las ideas como si fuesen aventuras y las aventuras como si fuesen ideas”.
   De la agudeza e ingenio derrochado por este autor es mucho lo que se ha escrito. Basten algunas de sus frases como botón de muestra; amén de un relato inédito, quizás pendiente de título, que tiene como protagonista a un minero de Pueblonuevo del Terrible,  rescatado por Gómez de la Serna de entre las notas y apuntes de su carpeta testamentaria: 
   ─ O yo tengo cataratas en los ojos, o todo lo que cae bajo mi mirada es un absurdo.
    ─Yo tuve el proyecto de vaciarme los ojos y conseguir que me diesen la perra para que me sirviera de lazarillo.
   ─ El sencillo toque de oración es más expresivo que los raros gritos con que los sacerdotes acompañan las ceremonias del culto.
   ─ El Sr. Silvela estaba en Málaga hablando a los andaluces para que le oyesen los castellanos.
   ─ Amo la justicia, pero creo que debe ser administrada por Dios y no por los guardias de orden público.
   ─ No hago mal a nadie, para evitarme el remordimiento, y olvido y perdono el mal recibido para no sufrir las impertinencias del rencor.
   ─ Me gustan las verdades útiles y las mentiras bonitas.
   ─ Soy tan amante de la sociedad a la que estoy completamente agradecido, que mi mayor placer sería que la enterrasen en mi ataúd.
   ─ Dios hizo la luz, las aguas, la tierra, los astros, las plantas, los animales, el hombre y la mujer; y no siguió creando porque comprendió, en su infinita sabiduría, que lo iba haciendo muy mal. 
   A Pueblo Nuevo del Terrible iba un infeliz minero de cortos alcances.
   En el camino subieron al coche un juez, un escribano, un oficial de la Guardia Civil, un señor cura y el escritor del periódico local.
   Por la conversación de ellos comprendió el minero quiénes eran sus compañeros de viaje, y se propuso obrar cuerdamente para no verse empapelado, preso, excomulgado o puesto en ridículo.
   El escribano le ofreció un pitillo; y el infeliz hizo un movimiento rehusando.
   Largo rato después le preguntó el periodista.
   ─ ¿Va usted lejos?
   El infeliz calló. Decir pueblo nuevo delante del cura era hacerse antipático; hablar del terrible a las autoridades era hacerse sospechoso.
   Ya se fijaban en él los viajeros; y enrojeció y temblaba.
   Caritativamente el señor cura le preguntó por señas si era mudo; y por señas contestó que no.
   Más receloso o más resuelto, el oficial de la Guardia Civil se encaró con él, y le dijo secamente:
   ─ Si es usted mudo, diga usted algo.
   Los ojos del minero se llenaron de lágrimas y respondió:
   ─ Pues bien, me retracto de todo lo que he dicho.
   Y como le mirasen con asombro, que creyó enojo, añadió trémulo:
   ─ Y crean ustedes que no tengo cómplices.